Aquel farol extravió su llama en el remanso de la noche. Asfixió la luz en su entraña hasta olvidar el destello que en sus latidos manaba. La oscuridad vino entonces, puntual, a compartir de las sombras el arrullo en sus desidias; disfrazada de lumbre, como un falso brillo que busca complicidad a sus carencias, le susurró sus tinieblas; y con los más mansos mimos, sintiéndose dueña de todo el espacio donde su cuerpo yacía, logró engañar al desvelo con que alumbraba sus sueños.
Ya no sé, viento, si es la locura en tu espíritu o la lucidez de tu alma la pauta que rige el misterio en tus actos; esa luz constante, implacable, que a su paso resucita, una a una, las limallas olvidadas de esta vida; que barre la nada en los espacios colmados de sueños huérfanos; que pisa las sombras de todo recuerdo cuando comienzan a extinguirse las verdades en sus ojos.
Ya no sé, viento; no puedo dar por cierto lo sublime, ni lo ordinario que han hecho suyas tus huellas; porque descubrí al fantasma del perdón y el destierro, a ese ser que he creído figura mansa de la ilusión, del miedo, como silbaba en tus brazos para asustar los silencios; porque ya me despistan los tonos con que soplas desempolvando las cosas, y los húmedos lamentos de las lágrimas en el duelo que le guardas, quién sabe dónde, a la nostalgia.
Ya no sé, viento, cuál será el camino dónde vas a descansar con tu carga de historias; la forma que adoptarás para mitigar las ausencias que quebraron la claridad en su mañana más cruda; ni la estrategia para condenar, al olvido de las noches, esos exilios que se han abierto ante los sueños más dulces.