Todo se resume a esto: esperar por el hacha con inmóvil paciencia. Mientras tanto vas bebiendo, embriagándote de lluvia en tu sedienta rutina; curtiéndote al sol sin permitir a las sombras más alivio que el pactado; aprendiendo, conformando la apariencia en cada viento aunque su furia te espante; soñando -¡¿despierto?!- con unas raíces que te consientan saltar más allá de esos anclajes que te mantienen a salvo.
El animal se alimenta de cualquier sobra. Devora, revienta la materia en la etérea estructura que le dejó el tiempo. Siempre con hambre nueva, con caprichoso apetito; que deja un sabor inexacto, extrañamente conocido. Levanta la cabeza, solo para asegurar que en su soledad no hay peligro. Se huele; reconoce su gula. Olvida por la conveniencia de un mordisco más seductor, delicioso. Confía; y continúa engullendo hasta satisfacer su deseo.
No fue tu sombra la que encontraste, Peter. Esa oscuridad, que va y viene en los desvelos, le es ajena a tus pasos; no siente la claridad con el ánimo para despertar libre, optimista, inocente a cada mañana; y se arrastra lenta e indecisa por esas ilusiones que aún recuerdan su aspecto. ¿Fue un descuido del deseo, que en su afán por crecer salvando lo ingenuo en los besos, olvidó abrir su ventana; la obsesión por comprender la luz desde la imagen de un niño? No fue tu sombra la que encontraste, Peter. Fue solo un triste reflejo que le mintió a tu abandono; el eco de un falso brillo, agotado, que buscaba apagarse para irritar a los sueños; una raíz oscura, rancia y tozuda que nunca supo volar.
Interpretación de «Sol de Mañana» de Edward Hopper para portada de «La desaparición de Stephanie Mailer«
“Ven noche Suene el reloj Los días pasan Yo no.” G. Apollinaire.
Me muevo ajeno a cualquier calendario. Los días son sumas de las mismas palabras; restas de tiempo sobre sus hojas en blanco. Ando con sueño de este mundo; con pereza de cualquier otro. Tengo el espíritu cansado y los hombros que ya no sostienen ni el peso del aire. Mantengo abierta la ventana que me cuenta la noche y el día; una abertura para contemplar las direcciones del viento; los caminos por los que algunos van y otros vienen -el sentido lo imagino con la voluntad del aliento- por los que algunos se van, y otros… ¡qué más da! ¿Valdrá la pena seguir adivinando, en números y fórmulas, con frases caducas que regurgitan su ira, este infinito que se alarga repitiendo los pasos; el avaro universo que solo compensa mi vista extenuada, la mente irascible, el músculo apagado, con unos soles fugaces?
Me muevo ajeno a cualquier calendario. “Los días pasan, yo no.”
Suena la campana de los nuevos sacerdotes. Trae fuego y destrucción con un sonido caduco; deseos de amputar la historia monumento a monumento: sus partes bien escogidas por la censura de moda.
Suena la campana de los nuevos sacerdotes. Son novatos espontáneos, improvisados tenores de la verdad, que voraces de oportunismo amplifican la voz para ver si su rabia hace eco más allá de la espuma, del gruñido. Esos que solo conocen las palabras para el insulto; el sudor -ajeno- para la tertulia en sus modernas capillas. Los que visten la sotana para lanzar piedras al arte porque su religión lo permite; y esparcen un subversivo sermón que creen inmune a réplicas y razones.
Suena la campana de los nuevos sacerdotes. Quieren amparar su rumor bajo la libertad y el derecho; pero silencian la sensatez en cada pedazo de vida, y consideran obsceno un pasado que vibre ajeno a su credo.
Suena la campana de los nuevos sacerdotes. ¡Cerrad puertas y ventanas! -por si acaso-
Olvídate, por un día, de los sonidos asépticos del aire. Descarta el vuelo de los ángeles si van vestidos de musas; no pronuncies sus nombres ni conjures la excelencia de sus artes. Retén esa inspiración de amaneceres inmunes vacunados contra la censura -aunque salga de ti esa condena-. Extravía el frescor de tu lírica cristalina: los desamores, la soledad y la nostalgia, pueden esperar. Baja, al menos una vez, a mezclarte con el barro de las sinrazones terrenas; que se camuflen tus sentidos con cada mota del limo que quedo en esos escombros -quizás encuentres justicia-. Ensúciate; contamina tu piel con el polvo acumulado en las ruinas que dejó el silencio; seguro que aciertas y descubres la causa donde tu grito es más fértil. Y cava; rebusca en las infamias hasta que se desmayen tus dedos de la erosión; hay verdades ocultas bajo capas de miedos que necesitan un canto, ver luz; o sentir el arropo de alguna palabra que no le importe el peligro.
Pides que caiga un diluvio; que baje una tromba corriendo cual sangre salvaje, pura, caliente, para acallar el silencio de las calles -que dices- no te deja dormir. Aseguras que hay vicio y sequía ocultos en cada esquina; que toda ventana que mira afuera luciendo la libertad en sus cristales va llena de polvo, de mugre pudiente que infecta la vista y atenta contra el sentido de la equidad. Reclamas, con ademanes de experto, esa nube tempestuosa que barra venenos y roñas según tu credo más fiero, ajeno al suelo y su historia. Pero no conoces la tormenta más allá de los escritos; de los cuentos ilustrados con seductoras estampas, caligrafía perfecta sobre papeles mortales. No has visto de cerca el relámpago ni su sonido afilado; no has sufrido la hipocresía en su luz, que ilumina un instante creyendo eterno, y justo, el destello; que va a clavarse al oído hasta asfixiarlo en estruendos culpando luego a los vientos. Y seguro, de esa lluvia que reivindicas con ansia, nunca has probado una gota.
Se detuvo en seco y abrió los ojos cual pez sin sueño. — Creo que es mejor regresar y volver otro día — ¡¿Cómo?! Si ya casi estamos a punto de llegar. Llevamos horas siguiendo todas las señales. No podemos volver sin el conocimiento para nuestro próximo espectáculo. — Créeme; hoy la dama de las nubes, la hechicera de pájaros, la emperactriz del viento no goza de buen humor para enseñarnos sus artes. — ¿Y… cómo has llegado a esa conclusión? — Mira hacia arriba. ¡Ves! Solo está usando su magia para crear aves negras e infernales tormentas.
Mutilado sin remedio; digno veterano de porte raído que hueles a sueño estancado, a inevitable partida. Inerte funcionario del confort y el amparo, desvaído en tu oficio que por inercia su contrato no acaba. Áspero, mustio; despeinado y arrugado sirviente de mis pasos. Devoto resignado a guardar silencio; fiel confidente de las iras y agravios de corrompidos aromas. Ilustre en colores vagos, en estampados seniles. Se que aún finges ser diestro en tu más noble conducta, esa obediencia sin tacha de la que siempre he abusado; pero prudencia, que tu pasión no es un templo para intentar imposibles rezando solo al pasado; y retírate al olvido mientras tu gloria esté intacta. Ten, el justo pago a la bondad, a tu paciencia; el merecido equilibrio a la humillación de estos años: te libero. ¡Adiós! ¡A la basura!
Escucha, lluvia, el clamor de los paraguas navegando en la sequía. Si el árido cielo, experto en auditar lamentos, en decidir, con un gesto, qué deseo vive, cual es el sueño que merece abrir los ojos y afianzar sus causas, solo mira abajo para fascinar a los cómplices de la sed y las penurias; para seducir a los aprendices de lo estéril, a los sabios obsoletos que nunca reconocieron la historia de la putrefacción, del hambre; y oculta la humedad de tu rostro según convenga a su credo, con las mentiras más falsas que la modestia en su altura; tendrás que decidir ser libre y caer… caer… caer… sin temer al castigo que te impondrá el supremo de ese único reino, injusto, que se piensa eterno, absoluto.